
La Palmera
Hacía días que los fugitivos caminaban. Habían llegado a una región árida y desértica; no crecía allí ni un árbol, ni un arbusto, y el poco pasto que quedaba estaba quemado por el sol. El desierto se abría frente a los viajeros como un interminable mar de arena. Ni una brisa refrescaba el ambiente, y los rayos de sol sobre la tierra muerta quemaban despiadadamente.
María apenas se podía mantener sobre el burro; José caminaba a su lado agobiado y sudoroso. El burrito dejaba colgar sus largas orejas, y avanzaba lentamente con la cabeza gacha.
El niño reposaba amparado por el manto de María, quien de vez en cuando le echaba un poco de aire sobre el rostro.
Tenían sed; pero el agua del odre ya se había terminado. José sentía una inmensa pena, pues el desierto parecía no tener fin.
De pronto el burro levanto la cabeza y sacudió las orejas. María miró adelante y alcanzó a divisar una palmera que se encontraba junto a un montículo de arena. El burro camino más ligero, con el afán de llegar cuanto antes a la sobra de un árbol.
Muy pronto descansaba María a la sombra de la palmera, entre cuyas hojas colgaban unos hermosos dátiles.
– ¡Ah!- dijo ella a José-, si por lo menos pudiéramos comer un poco de fruta…
José le contestó:
– Como ves, el árbol es muy alto; yo no puedo bajarlas.
– Alcánzame entonces un poco de agua; la sed me atormenta.
José contestó muy afligido:
– Ya no queda ni una gota; la hemos terminado.
Alcánzame entonces un poco de agua; la sed me atormenta.
José contestó muy afligido:
-Ya no queda ni una gota; la hemos terminado.
Mientras así hablaban, el niño sacó la manito fuera del manto de su madre. Los deditos hicieron una seña a la palmera y el pequeño llamó con voz tenue:
-Ven, inclínate hacia abajo.
Entonces el largo tronco de la palmera de dobló lentamente hacía la tierra; los dátiles llegaron a la mano de María. Ella arrancó la fruta con gran alegría, y José pudo llenar una bolsita, para tener durante el viaje.
Mientras comían la fruta, la sed comenzó a torturarlos aún más.
Un viento fuerte había levantado la arena a los pies de la palmera, y una raíz gruesa como un brazo sobresalía del suelo.
Por segunda vez salió la manito fuera del manto e hizo una seña a la raíz.
-¡Danos agua!- dijo nuevamente la voz dulce del niño. Y de la raíz comenzó a caer agua como de un pequeño manantial.
¡Que maravillosa y refrescante era el agua! José pudo llenar otra vez el odre… y el agua no terminaba de correr.
María excavó la arena y formó una pequeña laguna, donde bañó al niño, quien tenía las mejillas cubiertas por el polvo del desierto.
Luego de chapotear en el agua de la palmera, su rostro volvió a ponerse fresco y sonrosado.
También el burrito se adelantó y bebió; y las orejas le bamboleaban, y sacudía la cola de un lado para el otro de pura alegría.