Presión escolar precoz
Luisa Lameirâo *

La relación del ser humano con la naturaleza se experimenta cada vez menos. No obstante,
aún en grandes ciudades como San Pablo es posible encontrar árboles floreciendo y
fructificando. Cuando pasamos, distraídos, por las calles, muchas veces vemos veredas teñidas
de morado o sentimos caer pequeñas frutas sobre nuestros hombros: ¡son moras!
Las moreras fructifican con tanta intensidad en cierta época del año, que el observador
cuidadoso puede descubrir las pequeñas frutas, entre sus hojas verdes tan llenas de vida.
Algunas ya están totalmente moradas y, de tan maduras, con tan solo un leve toque, caen en
nuestras manos; otras, todavía pequeñas y de un verde claro casi blanco, no presentan
tamaño, color o sabor semejantes a las primeras.
Sin embargo, todas esas frutas, las que están en el piso y ya fueron pisoteadas, las que caen en
nuestras manos y son tan sabrosas, las que parecen maduras, pero aún están ácidas, y aquellas
pequeñas y verdes, todas pertenecen a la misma cosecha…
Lo mismo sucede con el ser humano, principalmente en la infancia. Hay niños vivaces, con
mejillas rosadas, ojos curiosos y brillantes. Pero, hay otros niños, en número cada vez más
creciente, que perdieron el brillo peculiar de la cara y de la mirada: unos tienen la expresión
cansada, son pálidos y pesados, otros se vuelven hiperactivos e incluso violentos.
¿Por qué?, nos preguntamos, si son todos de la misma cosecha…
Las respuestas se encuentran en el modelo de civilización que elegimos vivir, o que, por lo
menos, perpetuamos; en la educación que privilegia la intelectualización, la especulación
teórica, en detrimento de la reflexión, de la interiorización. El currículo escolar actual, con
raras excepciones, lleva a los niños contenidos abstractos, extraños, sin ningún tipo de vínculo
en relación con su mundo. De esa manera, el niño no se interesa, pues no hay elementos que
cautiven su atención, su curiosidad, su entusiasmo; el niño no consigue relacionarse con lo que
le es presentado. Ese modelo de educación lleva a la formación de seres humanos inflexibles,
secos, áridos, rígidos, que envejecen prematuramente. La búsqueda del equilibrio, de la
armonía, es tarea tanto de la educación como de la medicina.
Comprender esa situación tan solo desde un punto de vista es lo mismo que intentar conocer
una persona apenas por su fotografía frontal, desconsiderando su perfil, su imagen vista de
arriba, de abajo y de atrás. Por lo tanto, intentaremos abordar esta situación desde varios
puntos de vista, posibilitando un entendimiento básico y, al mismo tiempo, amplio.
Cuanto más un pueblo genera tecnología, más su cultura se vuelve ajena a los ciclos y procesos
de la naturaleza e ignora al ser humano como organismo que muestra vitalidad, crecimiento y
capacidad de reproducción, desconociendo aún más la vida interior, capaz de generar
intimidad y ánimo individual. En la adolescencia, estas divisiones entre naturaleza y tecnología,

entre vida interna y apelaciones del mundo exterior, son tan intensas que se hacen
naturalmente perceptibles.
Sin embargo, antes de ese período existe otro, alrededor de los seis o siete años, en que el
niño sufre una enorme presión de los padres y de la propia sociedad para que rápidamente
aprenda a leer. La alfabetización es el primer momento en que el niño tiene la posibilidad, a
veces casi el deber, de demostrar a los padres y al mundo que es capaz de aprender. De hecho,
cualquier niño en condiciones saludables aprende. Nosotros, que tenemos la oportunidad de
seguir el desarrollo de niños, ya sean hijos, nietos, sobrinos o ahijados, podemos comprobar su
aprendizaje en la práctica.
Si apuramos esta etapa, dirigiendo el inicio de la escolaridad unilateralmente hacia el ámbito
intelectual, dejaremos de lado otros factores igualmente importantes, y los niños no tendrán
oportunidad de construir las condiciones que llevan a un aprendizaje autónomo. El exceso de
actividades dirigidas únicamente a la actividad intelectual conduce tanto a la pérdida de
vitalidad, que genera palidez, sequedad y rigidez corporal, como al empobrecimiento de la
capacidad imaginativa, al desinterés por el mundo y por otros seres humanos. Puede llevar,
incluso, al estrés infantil, tan frecuente hoy en día. Son tantos los contenidos teóricos dados a
los niños, que ellos ya no logran impresionarse con nada. Cesa la posibilidad de maravillarse
ante los misterios del mundo. La actitud intelectualista de nuestra época extermina cualidades
humanas tales como gratitud, admiración y compasión, cualidades necesarias para el
desarrollo de la capacidad de relación entre seres humanos.
Cuanto más precoz sea el intento de conducir el proceso de alfabetización, mayor es la
posibilidad de que el niño encuentre dificultades y, claro, estas hacen que aumente la ansiedad
de los padres. Sin embargo, el niño es quien más se perjudica, pues los fracasos dejan marcas,
tanto en el aprendizaje subsiguiente como en la salud de ese ser humano en el transcurso de
su vida.
Entonces, ¿qué es lo que puede ocupar a los niños en sus primeros seis o siete años de vida?
La actividad que brota de manera espontánea en todo niño es jugar. Es en el juego que el niño
conoce al mundo y a sí mismo, desarrollando, de manera concomitante, la capacidad de
relación social y las habilidades corporales.
En todo el mundo no sólo educadores, sino también médicos, terapeutas y juristas, defienden
el derecho a la infancia. Uno de los puntos relevantes y prioritarios de muchas organizaciones
dirigidas a la infancia es el juego. Jugar es la expresión de autodeterminación de un ser
humano. La satisfacción del niño es ser un verdadero ser humano, pertenecer a la humanidad.
El juego no tiene otra finalidad que no sea el propio juego. Cuando observamos niños jugando,
percibimos, no sólo su alegría y satisfacción, sino también su concentración, seriedad, su
compenetración con aquél momento, cosas que nosotros, adultos, tal vez experimentemos
apenas en momentos fugaces de nuestro trabajo. El juego tiene características propias en cada
edad, desde el bebé que juega con sus propias manos y pies hasta los juegos reglados de los
niños mayores o, incluso, de los adolescentes.
No obstante, entre los cinco y siete años ocurre algo decisivo: el niño establece metas en su
juego, es decir, define un objetivo para su actividad. Este es un indicio de que consiguió

identificarse consigo mismo y puede poner intención individual en su acción. La
intencionalidad vivenciada ahí por primera vez en la vida humana es una característica que
conduce al ser humano a su verdadera humanidad.
Al construir un puente entre el juego y el trabajo escolar, necesitamos estar atentos a las
múltiples capacidades del ser humano en desarrollo. No debemos satisfacernos apenas con los
frutos de la maduración de ciertas características intelectuales, como por ejemplo, se exige en
el proceso de alfabetización, dejando de lado la capacidad de expresión, de relación y las
habilidades corporales, tan indispensables para el pleno desarrollo de cada ser humano.
Rudolf Steiner, en su investigación espiritual (antroposofía), fundamento de las escuelas
Waldorf, indica que las fuerzas en la infancia, que hasta los siete años aproximadamente están
ocupadas en terminar de formar su cuerpo físico – proceso evidenciado por el cambio de
dientes y principalmente por el crecimiento, que nunca más será tan intenso en el transcurso
de la vida humana – son las mismas que, a partir de entonces, sustentarán el aprendizaje, que
exige memorización y vida representativa.
También Jean Piaget, uno de los más eminentes investigadores del desarrollo infantil, indica
que entre los seis y siete años ocurre un hito muy importante en el desarrollo de la lógica del
niño. En ese momento, hay un salto cualitativo que Piaget denomina “adquisición del
pensamiento concreto”, indispensable para el aprendizaje escolar.
Una de las leyes del desarrollo humano es la que dice que todo lo que actúa tiene una
actuación previa y otra posterior. El inmediatismo de nuestra época cultural hace que
consideremos un prodigio la adquisición de habilidades intelectuales antes del debido tiempo.
Las consecuencias de esta intelectualización precoz son cada vez más evidentes e intensas en
la actualidad:
● Son innumerables las noticias de actos violentos practicados por jóvenes y
adolescentes.
● Los síndromes más inusitados, con una incidencia enorme del síndrome de pánico,
todavía involucran innumerables profesionales en la búsqueda de sus tratamientos.
● La insatisfacción con la vida profesional puede generar tanto el tedio, que conduce al
abandono de la función, como a la búsqueda de un ocio desmedido o deportes
radicales en los fines de semana, para descargar la tensión acumulada durante la
semana.
● La incidencia de enfermedades crónicas en adultos, tales como presión arterial alta,
infartos, esclerosis, mal de Alzheimer, que hasta muy poco tiempo se daba alrededor
de los 50 años, se ha vuelto cada vez más precoz debido a que el organismo se vuelve
cada vez más rígido. Todo lo que se anticipa conduce a la unilateralidad. Cada animal
en la naturaleza es especialista en algo de una manera tan preciosa y completa que
nos produce admiración. Todas esas cualidades viven de manera germinal en el ser
humano. Cuando una de ellas se evidencia o se adelanta, otras cualidades son dejadas
de lado y se pierde la relación con el todo. Esta unilateralización pasa a ser un mal.
La vida íntima, interior, necesita de alimento tanto como el cuerpo. Una educación que no la
alimenta desde la infancia, tiempo en que ese interior duerme profundamente en el ser

humano, representa mucho más que la falta de bienestar: se transforma en el origen de
enfermedades y destruye más que lo que construye, dejando al ser humano a la deriva de los
acontecimientos y con el sentimiento de haber perdido la esperanza de llegar a ser el
precursor activo de su propio futuro. A esta imposibilidad de llegar a realizar lo que anhela la
esencia de la naturaleza del ser humano la denominamos, aquí, como “mal”.
Todo apuro nos lleva a olvidar nuestra meta. Incluso en la búsqueda de un camino
desconocido, cuanto más nos apuramos, más nos desviamos, nos perdemos. Este fenómeno es
una de las principales causas de la ansiedad y del miedo, tan presentes en nuestros días.
Cuando el niño pone una intención, un objetivo en su juego, pasa mucho tiempo preparando,
elaborando, buscando medios para la realización de sus planes y todos los que comparten esos
planes con él integran el grupo, transformándose en un verdadero “nosotros”. Así, los niños
realizan una actividad por sí mismos y aprenden lo que nadie puede enseñarles. Esta acción
autodeterminada es la que posibilita la adquisición de la autonomía, base para la vida
espiritual de toda la existencia humana.
Si deseamos que el ser humano participe como un todo, debemos enfocar el elemento
artístico, que es capaz de edificar todo aprendizaje a partir del trabajo autónomo del niño,
incluso el de la escritura y la lectura. Cuando pretendemos enfatizar la función social del
lenguaje, debemos buscar trabajar antes que nada, el lado expresivo del lenguaje oral,
enfatizando la claridad del habla, la riqueza de vocabulario, la fluidez del “discurso” y la belleza
poética, como vigorosos vehículos de expresión de nuestros sentimientos. Para ello, el
educador puede hacer uso tanto de la poesía y la prosa literaria como de los cuentos
tradicionales, leyendas, juegos cantados o acompañados de versos sonoros, que tanto
encantan a los niños.
Tenemos, por lo tanto, no sólo la posibilidad, sino también la urgencia de hacer de la
educación un arte, partiendo de la observación de las necesidades reales del ser humano en el
transcurso de toda su vida y no sólo de la infancia. ¿A qué arte nos estamos refiriendo? No a
aquel que genera otros objetos de consumo, sino a una actividad que abarca la totalidad del
ser humano, para realizar algo con lo que este se identifica, persiste y se corrige a sí mismo,
buscando siempre perfeccionar lo incompleto. Es este ejercitar, pertinente al arte y presente
en toda actividad verdaderamente humana, el generador de habilidad en la vida social.

*Luiza Lameirâo es pedagoga, formada en la Facultad de Educación de la USP, formadora de profesores
en la Pedagogía Waldorf y educadora de iniciativas sociales.

Extraído del libro “Caminos hacia una alianza para la Infancia”, Ed. Alianza para la infancia,
Brasil 2003

juego libre en el jardin 2