
Como todos los 29 de septiembre, todos los niños, niñas y jóvenes de la escuela nos reunimos a escuchar un cuento y cantar juntos. En esta ocasión, el grupo de violinistas de cuarto, quinto y sexto nos acompañaron con su música, dirigidos por el maestro Diego.
En esta época de Micael las fuerzas del calor, la fortaleza y el valor para superar la adversidad se hacen presentes. La espada de nuestro claro pensar, el equilibrio entre firmeza y compasión, la luz del conocimiento espiritual, la guía para buscar el propio camino, son algunas de las imagenes que nos trae esta época. Coraje para «vencer al dragón», o los embates de la vida, las propias limitaciones y desafíos.
Como escuela, nosotros decidimos celebrar esta época encontrándonos, pues la magia ocurre cuando estamos con otros y nos vemos espejados en esos otros.
La maestra Rocío nos regaló este cuento, si bien adaptado:
EL CABALLERO HERRUMBRADO, cuento popular
Érase una vez, un caballero noble y muy rico, que vivía disipadamente con soberbia y crueldad hacia los pobres. Por ello Dios lo castigó, permitiendo que poco a poco se herrumbrara de un lado; primero era el brazo y la pierna izquierda, luego el cuerpo hasta la mitad, excluyendo únicamente la cara. Entonces, el caballero, poniéndose un guante en la mano izquierda, a fin de que nadie viera hasta qué punto se había oxidado, lo mandó cerrar fuertemente sin quitárselo ni de día, ni de noche. Luego hizo actos de contrición sobre sí mismo y empezó una nueva vida; despidió a sus viejos amigos y compañeros de taberna, para casarse con una bella y piadosa dama, quien anteriormente se había enterado de varias maldades de este caballero; más como su cara se había mantenido bondadosa, ella, estando sola y meditando sobre él, de los rumores únicamente creyó la mitad, y ni eso, cuando estaban juntos y él le hablaba con dulzura.
Finalmente, a pesar de todo, aceptó casarse con él. En la primera noche después de la boda, sin embargo, se dio cuenta de que él nunca se quitaba el guante de la mano izquierda y se asustó mucho. No obstante, se hizo la desentendida y a la mañana siguiente le expresó su deseo de ir al bosque para orar en una cercana y pequeña capilla, la que de un lado tenía una celda, habitada por un viejo ermitaño. Él había vivido por mucho tiempo en Jerusalén; y era tan santo, que la gente, para verlo, hacía peregrinajes desde lejanas tierras. Era él, con quién la dama quería aconsejarse. Ahora bien, el ermitaño, después de escuchar todo lo que la dama le había narrado, entró a la capilla para orar a la Virgen María por mucho tiempo y una vez habiendo salido, le dijo: -«Aunque será muy difícil, todavía estás a tiempo para salvar a tu esposo: porque si empiezas a hacerlo y no lo terminas, tú también te oxidarás. Tú esposo ha hecho mucho mal durante toda su vida, siendo soberbio y duro con los pobres. Deberás ir descalza y en harapos, como la más pobre de las mendigas, pidiendo limosna, hasta juntar cien ducados de oro; entonces tu esposo estará redimido. Habiendo cumplido con esto, cógelo de la mano, vete con él a la iglesia y deposita dichos cien ducados en la colecta para los pobres. Hecho esto, Dios le perdonará sus pecados, el óxido desaparecerá, y él será tan limpio como antes». -«Lo haré», -dijo la joven esposa-,»no importa lo difícil que sea, ni el tiempo que se requiera. ¡Quiero salvar a mi esposo!¡Estoy muy convencida que el óxido solamente está por fuera!»
Pronto se puso en marcha hacia el bosque y no había pasado mucho tiempo, estando ya bien adentro, cuando se encontró con una anciana, que andaba buscando leña, tenía puesta una falda andrajosa y sucia con un abrigo encima, compuesto de tantos remiendos, como los tenía el Sacro Imperio Romano en su tiempo. De todos modos, ya casi no se podía ver el color de los parches por lo que tanto tiempo, la lluvia y el sol habían trabajado sobre él. -«Si me quieres dar tu falda y tu abrigo, abuelita», -le dijo la dama, «te regalo todo el dinero que traigo conmigo, además mis vestidos de seda, porque quisiera ser pobre». Con asombro, la vieja la miró, replicando: -«Si, lo haré, lo haré, mi hijita blanca, si lo dices en serio. Ya he visto mucho del mundo, también he encontrado mucha gente que hubiera querido ser rica, en cambio, todavía no se me ha presentado el caso de que alguien quisiera empobrecerse. ¡Te caerá muy mal, con tus manitas de seda y tu dulce carita!» Sin embargo, la dama noble ya había empezado a quitarse sus vestidos, y al mismo tiempo su cara se veía tan seria y triste que la vieja se podía dar cuenta que no estaba bromeando. Por fin, le entregó su falda y su abrigo, le ayudó a ponérselos y luego le preguntó: -«¿Qué vas a hacer entonces, mi hijita blanca?» -«¡Pedir limosna, abuelita!» -le contestó la dama. -«¿Mendigar? Bueno, no te aflijas, no es ninguna vergüenza. Allá en la puerta del cielo habrá más que uno que lo tendrá que hacer, porque aquí abajo no lo ha aprendido. Ante todo, quiero enseñarte la canción de los mendigos”: ¡Tener sed y hambre, mendigar y vagar, siempre, todo el tiempo, tenemos que aguantar! ¿Tiene algo? ¿Me lo entrega? ¡Oh, solamente un bocado! ¡Pan a la alforja, sopa a la cazuela! ¡Mochilas de cuero dorado, ropas con flecos los mendigos portamos! ¡Lo que hoy es ahorrado mañana será despilfarrado!» -«Bonita canción, ¿verdad?» -le preguntó la vieja. Rápidamente se atavió con los vestidos de seda, corrió hacia los arbustos y pronto había desaparecido.
En cambio, la dama siguió su camino por el bosque, y después de un rato, se encontró con un campesino, quien había salido en búsqueda de una sirvienta, para ayudar durante la cosecha, porque le faltaban trabajadores. La dama se detuvo, le tendió la mano, pidiendo: ¿Tiene algo? ¿Me lo entrega? ¡Oh, solamente un bocado! Los demás versos no los recitó, porque no le gustaban. El campesino pensaba, mirando a la mujer que, a pesar de sus harapos, se vía bonita y sana; por eso le preguntó si quería trabajar con él como sirvienta. -«Te regalaré un pastel en la Semana Santa, el día de San Martín un ganso y para la Navidad un ducado y un nuevo vestido; ¿te parece?» -«No,» replicó la dama, «tengo que pedir limosna, Dios lo quiere así.» Con eso, el campesino se puso furioso, la regañó y con sarcasmo la insultó: – “¿Es el deseo de Dios, ¿eh?, parece que tú comiste con Él, ¿verdad? ¿No fueron lentejas con salchichas fritas? ¿O quizás eres su tía, porque sabes exactamente lo que desea? ¡Eres una floja! Buena para una paliza, demasiado mala para una sonrisa”. Sin regalarle nada, siguió por su camino, dejándola plantada; y la dama bien se daba cuenta que era muy difícil pedir limosna.
No obstante, siguió andando, para, después de algún tiempo, llegar a un cruce donde el camino se dividía en dos. Había dos piedras, en una de las cuales estaba sentado un mendigo con una muleta. Como ella ya estaba cansada, pensaba descansar un rato en la otra piedra. Apenas se había sentado, cuando el viejo trató de pegarle con la muleta, gritando: -«¡Hazte, torpe viciosa! ¡Quieres quitarme la clientela con tus harapos y tu carita azucarada? Esta esquina yo la tengo rentada; ¡rápidamente vete, si no quieres ver mi muleta como precioso arco, tocando en tu espalda, como si ella fuera un curioso violín!» La dama se levantó, y con un gran suspiro siguió caminando, hasta que sus pies ya no la aguantaban.
Por fin, llegó a una gran ciudad desconocida. Allá se quedaba y, sentada en la entrada de una iglesia, pedía limosnas; más en las noches dormía en las escaleras, frente a ella. Día tras día pasaba, a veces alguien le daba un centavo, u otro un cuarto; pero había quienes no le regalaban nada, o hasta la regañaban, como lo había hecho el campesino. Se tardaba mucho con los cien ducados porque, después de tres cuartos de un año, apenas había ahorrado un solo ducado. Exactamente, en el momento de completar ese primer ducado; dio a luz un bello niño, a quién le dio el nombre de «Redimido-Serás por la esperanza que”, tenía de poder redimir todavía a su esposo. De la parte baja de su abrigo, rasgó una tira de buen ancho para envolver al niño, por lo que su abrigo le llegó apenas hasta las rodillas; con su bebé en brazos siguió pidiendo limosnas, y cuando no quería dormir, lo arrullaba cantando: «Duérmete en mi regazo pobre niño limosnero. Tu padre vive en el palacio y tú siempre serás pordiosero. Él anda en felpa y seda, bebe vino y come pan blanco, si nos viera juntos aquí se consumiría de pena. Que no se aflija, porque tú estás bien cobijado; ¡Él es mucho más pobre, que Dios le tenga amparado!» A menudo, la gente se detenía para mirar a la pobre limosnera, tan joven y con su precioso niño, por lo que a veces le daban más que antes. Poco a poco, ella se sentía más consolada y dejaba de llorar, sabiendo que, con suficiente paciencia, seguramente podría salvar a su esposo.
Ahora bien, el caballero en su castillo se puso cada vez más triste cuando su esposa ya no regresaba y se dijo a sí mismo: se habrá dado cuenta de todo y por eso me ha dejado. Así, él también se puso en marcha, dirigiéndose primero al ermitaño, para saber si su esposa había pasado por la capilla para orar. Muy serio y corto de palabras, el ermitaño le dijo: -«¿No has llevado una vida disipada? ¿No trataste duro y orgullosamente a los pobres? ¿No fue castigo de Dios que te dejaba oxidar? Tuvo mucha razón tu mujer al dejarte; ¡no hay que juntar en un mismo cajón una manzana buena con otra podrida, de lo contrario la buena también se echa a perder!» En seguida, el caballero se sentó en la tierra, se quitó el casco y lloraba a lágrima viva. El ermitaño, observándolo, se puso un poco más amable con él, diciendo: -«Ya veo que tu corazón no se ha oxidado todavía, por eso te aconsejo seas bondadoso con los pobres, y visita todas las iglesias que hubiera en tu camino, entonces encontrarás de nuevo a tu esposa» Inmediatamente, el caballero salió de su castillo y partió a caballo hacia todas las direcciones del mundo. Donde encontraba gente pobre, les regalaba algo y, llegando a una iglesia, entraba para orar. Sin embargo, no encontró a su mujer. Así ya había pasado casi un año, cuando un día llegó también a la mencionada ciudad donde su esposa, como de costumbre, estaba sentada en la entrada de la iglesia pidiendo limosnas y su primer camino le llevaba en búsqueda de la iglesia.
Ya desde lejos, la dama lo reconoció por su estatura alta y su esbelta figura y porque llevaba un casco dorado con una gorra de un águila encima, que brillaba con el sol. Ella se asustó mucho, porque todo el dinero que había juntado hasta ese momento eran apenas dos ducados de oro; y esto no le alcanzaba todavía para salvarlo. En seguida se escondió, tapándose la cabeza con su abrigo para que no la reconociera, y se acuclilló tan encogida como le era posible, para que él no viera sus pies, blancos como la nieve; porque el abrigo le cubría solamente hasta las rodillas, desde que había rasgado un lienzo para el bebé. Al pasar el caballero al lado de ella, escuchó un suprimido sollozo, y al ver su abrigo tan roto y remendado, y, además el niño en sus brazos tan bello, envuelto en harapos, le dolió en el alma. Acercándose, pregunto qué pena tenía; más la mujer no le contestaba, solamente lloraba con más fuerza, aunque trataba mucho de contenerlo. Conmovido, el caballero sacó una bolsa que contenía mucho más de cien ducados de oro, la puso en su regazo y le dijo: -«Te doy todo lo que me queda, no importa si tengo que regresar a mi casa pidiendo limosna». En ese momento, sin darse cuenta, a la mujer se le resbaló el abrigo de la cabeza, de manera que el caballero se dio cuenta de que fue su propia esposa a quien le había regalado el dinero. A pesar de sus harapos, la abrazo y la besó, y cuando se enteró de que el niño era su propio hijo, también lo mimó. Entonces la dama tomó al caballero, su esposo, de la mano, lo llevó a la iglesia y depositó todo el dinero en la colecta; luego exclamó: -«¡Yo te quería salvar, pero ahora tú mismo te redimiste: Y así fue, cuando el caballero salió de la iglesia; se quitó la maldición de tal manera, ¡que el óxido que había cubierto todo su lado izquierdo, había desaparecido! En seguida, subió a su esposa con el niño al caballo, para él mismo poder caminar a pie a su lado, y regresó con ellos a su castillo, donde vivía, haciendo buenas obras, por muchos años más, así que toda la gente lo elogiaba.
En cambio, los harapos de mendigo que su mujer llevaba, los depositó en un rico armario, y cada mañana, después de levantarse, se acercaba a mirarlos y a agradecer todo lo andado y aprendido.